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¿Y a ti aún te cuentan cuentos?

 

Nociones básicas de economía

27 feb 2006

Hoy me han recordado en clase que todos somos egoístas, es más, que somos racionalmente egoístas, que está lejos de nuestra naturaleza realizar cualquier acción que vaya a reportarnos más gastos que beneficios. Y se me ha llenado la piel de lágrimas al oírlo y las manos de escalofríos al darme cuenta de que posiblemente yo sea una persona irracional. Y no sólo eso, sino que no tengo la menor intención de arrastrarme a la acera de lo racional a pesar de que se me llenen los bolsillos de agujeros monetarios o los muslos de cicatrices indivisibles. No, no y no. Y lo siento en el alma por mis padres que seguramente sufrirán con mis giros imprevistos y mis decisiones arriesgadas, por uno de mis ángeles de la guarda, que a ratos se convierte en hermana y me susurra al oído consejos sin reproches, porque verá como ignoro las alambradas y atravieso con las rodillas al aire los campos de minas. Lo lamento por aquellos que me quieren, que posarán sus ceños preocupados en mis muñecas para devolverme a lo que algunos, estoy segura, consideran el buen camino.

Es posible que me equivoque pero lo haré sin cálculo alguno, el único cálculo que quiero que recorra mis venas son los 398 kilómetros marcha atrás que me rehabilitan los nudillos heridos o sanos, los que, a pesar de su economía, me llenan los pulmones de corazas anti- obuses. Sin coste alguno. Y aunque costase. Así que recurriré a las críticas y me refugiaré en brazos de teorías menos siniestras. Aunque sean idealistas. Porque creo en la condonación de tu deuda externa, en la renta básica de tu presencia en mis sábanas, esa que me permita vivir dignamente, y sobre todo creo en la dependencia vital que una unas personas con otras. Nos guste o no todos dependemos (directa o indirectamente) de los demás, como el sol de mis días se asoma en gran parte siguiendo una relación inversamente proporcional a la distancia de tus latidos. Porque después de cuatro años de carrera y discusiones sobre si el problema de nuestra sociedad está en el poder o en el querer, yo tengo cada vez más claro que las ideas aún son capaces de alzar manos en una, que queriendo, con costes o sin ellos, casi siempre se puede. Y querer, lo que se dice querer, yo te quiero mucho más de lo que me cuestas.

Aún duele

23 feb 2006

Aún duele. Puedo esconder la cabeza tras escaleras en las que pudrir el tiempo pero aún hay noches en las que la punzada en las cervicales me devuelve el sabor amargo. No es el sabor de la sangre, es el de algo mucho peor, el del pez agónico que despedazas aún vivo mientras flota. Cuando el vacío en la boca del estómago se te instala en las arterias y los glóbulos rojos te llenan el cerebro de dióxido de carbono, sólo recuerdas esa historia que, a ratos, sigue envenenándote las lágrimas. En la que te dejaste las ilusiones intentándolo y te estalló con el desprecio a los momentos que merecieron la pena. Y hoy duele. Una vez más.

Puede que intentarlo tanto fuese precisamente la causa de la derrota, ha habido demasiadas noches en las que, en ese momento en el que puedo evitar verme a mi misma en la oscuridad, me he llenado las entrañas de la misma pregunta. No hubiese podido contestarla ni queriendo hacerlo. Ni queriendo hubiese podido llorarte tantas veces. Ni pudiendo hubiese elegido no decir adiós. Y con el adiós imprimiéndose a la mañana siguiente entre mis costillas malheridas, las lágrimas resultaban demasiado absurdas. Ahora puede que también, quizás por eso apague la luz para no verlas formar un charco impertérrito en la mesa. Ese en el que, si quisiera abrir los ojos, podría ver reflejado tu rostro de mármol tal y como lo vi la última vez que me atreví a mirarte de reojo.

Aún me persigue esa mirada y, algunas veces, asoma la culpabilidad a estos labios mordidos de heridas que nunca dejaron de supurar. Las cicatrices vuelven a abrirse buscando errores y justicias como razón al abismo, puesto que aprendí que todo tiene un porque hilvanado en los dobleces y que siempre existe un roto cuando nadie te enseñó a zurcir. Aún, en noches como ésta, me torturo pensando que durante un maldito segundo tuve una opción. Y no la supe ver. La chispa que provocó la detonación final. El último grito, el aviso de bomba, la alarma antiincendios. Eso que quizás nos hubiera permitido huir antes de tiempo para dejar de hacer todo demasiado tarde. Y hoy, demasiado tarde también, sigue doliendo. Y no dueles tú, no, duele el fracaso rociado con gasolina en un pozo sin fondo, donde al arder ni siquiera se levanta humo negro. Porque hoy he conseguido aceptar que fracasé. Y que hiciera lo que hiciera hubiese fracasado igual. Aunque, desgraciadamente, no por ello duele menos.

“Yo no tengo memoria
tengo una corona de espinas
cada vez que te pienso vuelve a supurarme la herida

los clavos de mi cruz son restos secos de tu saliva
Yo no tengo memoria
tengo una corona de espinas…”


"Buenos Aires" (Carlos Chaouen)

El primer paso en Berlín

21 feb 2006

Berlín es una ciudad reconstruida de entre los escombros. Si miras bien eres capaz de ver aún trozos de metralla en las manos de algunos ancianos, entre las canas de mujeres que no dejan de sonreír, pero más allá, se dibuja en el horizonte la imponente cúpula de la Berliner Dom o el soberbio Reichstag. Las huellas de una guerra no ganada llevan selladas en las aceras más de sesenta años, esas aceras en las que la gravilla te hace pensar constantemente en una ciudad presa del rescate de las más vitales de sus articulaciones. Donde todavía quedan enormes plazas, donde se han alzado rascacielos y donde, ladrillo a ladrillo, se camina hacia delante a contrarreloj con el pasado.

Puede que no sea casual haberme encontrado en sus caminos como una más de esas piedras que se van levantando de entre sus propias ruinas. Haber cerrado las últimas heridas favoreciendo su cicatrización el despertarme con sonrisas arriba, abajo y a los lados, despedirme con abrazos y hasta luegos ha dado solidez a las grietas abiertas de inquietudes y los mails que prometen luces al despertar se transforman en puentes que siguen caminando hacia delante.

Durante meses se ha ido cimentando una maquinaria, un andamiaje lleno de pequeños alambres, hechos de sonrisas amigas, de llamadas hermanas, de poemas escondidos, de cafés los miércoles a las ocho, de abrazos cuando más lo necesitas, hombros llenos de mis lágrimas, esperanzas, anhelos y manos tendidas. Una torre de palillos en la que muchos de vosotros habéis servido de cemento y de red y en la que, más de una vez, se me han oxidado las yemas de los dedos con lágrimas a destiempo. Ayer cuando crucé una vez más el zaguán de la que, ahora sí, es mi casa, me di cuenta de que mi maquina comenzaba a andar, oí los aplausos ahogados desde el centro de control y los brindis con cava alzándose sin disimulo, y mi maqueta despegó como una pequeña bicicleta a la que le has quitado, casi sin darte cuenta, las ruedas de apoyo emprendiendo su camino favorecida por el viento (cálido) a su espalda.

Veremos si, como Berlín, consigue seguir caminando.

Huida (sangre y lágrimas)

17 feb 2006

Sabía que podría sonreír y lo sabía porque su intuición le decía que hubo un tiempo en el que no dejaba de hacerlo. Ahora estaba sentada en la cama del hospital con las piernas cruzadas, observándose los tobillos desnudos, mirándolos con detenimiento como si en ellos pudiera leer lo que pasaría con su vida a partir de ese momento. No quería volver atrás, no quería sentir la tirantez de sus cicatrices, solo que el tiempo pasase, suavemente, meciéndose en cada uno de sus rizos. Volvió a pasear con sus dedos por el perfil de sus piernas, imaginando que se trataban de caminantes en la búsqueda de un sueño perdido, escondido en los acantilados de detrás de sus rodillas. Le gustó la idea y comenzó a pensar que ella misma se encontraba en esa indagación, explorando su propia vida de la que sólo era capaz de recordar unos instantes.

La repetición incesante del bucle temporal que la llevó a esa habitación de hospital. De nuevo ese nudo que le atenaza la garganta, de nuevo esa neblina ligera que turbaba su mirada amenazando con desbordarse sobre sus mejillas, de nuevo la oscuridad. No quería recordar pero sus propios pensamientos la boicoteaban y la empujaban hacia atrás transportándola al momento en el que, lo que fue vida, se quebró con un estrépito de cristales rotos.

Cristales rotos fue lo que descubrió a su alrededor cuando consiguió levantar el peso de sus párpados, apenas podía mover la cabeza y su voz no le respondía. Quiso gritar, buscar una respuesta dentro de aquél coche que olía a muerte y desesperación pero en ese preciso instante supo que su clamor sordo no obtendría contestación alguna. Los ojos vacíos de su madre la miraban desde el asiento delantero y un hilo de sangre recorría su mejilla en diagonal hasta besar sus labios, se bebía su propia vida. Quiso moverse, huir de esa mirada marina, pero se sentía tan atrapada en ellos como entre los restos del vehículo. Dio un fuerte tirón y consiguió liberar los brazos, sintiendo como su propia carne se desgarraba, pero la angustia le obstruía el camino vertiginoso hacia el dolor, sólo quería salir de allí. Huir. Abrió la puerta trasera del coche, y al hacerlo, le golpeó una ráfaga de viento helado que le cortó las mejillas y le escarchó las lágrimas en los pómulos. Le sabía la boca a metal y sal. Sangre y lágrimas. No alcanzaba a explicarse porque le costaba respirar, como si en vez de aire, sus pulmones captaran mercurio, pesado y denso. Se descubrió a si misma tirando con saña del muslo, intentando rescatar la pierna, ensangrentándose la ropa, ignorando sus heridas y su propio dolor. En un último intento, consiguió soltar su tobillo derecho y se dejó caer al suelo empedrado reptando lejos de allí.

No es capaz de recordar exactamente en que momento perdió el conocimiento, nadie era capaz de explicarse cómo alguien con la gravedad de sus heridas había conseguido arrastrarse tan lejos del coche. Nadie preguntó tampoco el porque de esa huida desesperada. Y, sobre todo, nadie fue capaz de responder nunca el porque de esa huida, sabiendo como sabía, que su madre aún estaba viva. Nadie. Ni siquiera ella.

Hasta el nudillo

15 feb 2006

Seguía estando allí y seguía sonriendo. Como si el mundo se hubiese convertido de pronto en un gran helado de chocolate relleno de acordes de violín, como si todo fuese de repente un enorme algodón de azúcar. Y tú eres la mosca que, pegada dentro, agoniza rodeada de un mundo de color de rosa. No puedes hacer nada, solo mirarte las manos y rifarte, contando hasta trece, cual va a ser el siguiente ala que devorarás. Hasta el nudillo. Si pudieras arrasarías con los mordiscos hasta tragarte a puñados el corazón, pero eso salpicaría de sangre su sonrisa y es algo que nunca te perdonarías. Al fin y al cabo es feliz y eso es lo que importa, lo que realmente nos importa a todos.

Aunque aún eres capaz de anudarte en el fondo del estómago el poso de irrealidad y, por un momento, eres tú quien sujeta su mano, eres tú quien besa, eres tú quien duerme a su lado. Y lo que importa es su felicidad, aunque se te agolpan, en ese espacio del cerebro que aún le reservas, sus te quiero, vuestras carreras de la mano para no perder el tren, las noches en las que su sudor y el tuyo se mezclaban en gritos ahogados, el roce de su cuerpo en tu respiración cuando dormíais juntos y ese adiós que resultaba irrevocable. Tan irrevocable como tu mirada presa de su nuca al darse la vuelta, como una caída libre de obstáculos. Tan irrevocable como el trozo de corazón que te sangra en el bolsillo, no importa que te manche la camisa, aún sabiendo que si cedieses al tacto de tu piel serían sus huellas las que quedasen impresas con tu sangre. Pero ahora es feliz, eso es lo importante y tú, tú, eres alguien en quien confía.

Y tú sabes que confía en ti, que se dejaría arrastrar por los anclajes de tus mejillas al matadero en el que te sumergiste aún con vida, sin dudar, creyendo a ciegas en la firmeza de tus huellas. No dudaría de ti, no, porque eres una persona digna de su confianza, alguien que aplaude sus pasos alejándose aunque lapida los amaneceres en solitario con el recuerdo de sus párpados cerrados. Sabes que te dan igual las caídas libres con tal de que, al ver tus sesos esparcidos en el suelo debido al golpe, no se le empañe la sonrisa. Su sonrisa con azúcar sin diluir escociéndote en los costados. Su sonrisa asesina, porque es feliz y tu corazón acaba de fundirse debido al pedazo que se electrocutaba con la luminosidad de sus pupilas. Ya se sabe que el sol a veces ciega y tu coche puede acabar al fondo de un barranco debido al guiño.

Pero eso tampoco es relevante porque al fin y al cabo es feliz y eso es lo que importa, lo que realmente nos importa a todos, lo que realmente debería importarte a ti, claro, aún sabiendo que ella es feliz y tú no y que sería mucho menos doloroso estrellarte en tu coche a 200 km/h que la agonía de sus sonrisas felices clavándose de lleno en tus pupilas.

De mayor quiero ser...

9 feb 2006

Comencé a intuirte el día que tendiste entre las líneas la posibilidad de degustar mis mordiscos de amenaza al acercarte, peligrosamente, a la cueva de mi ombligo y para cuando quise darme cuenta nos encontramos desafiando al frío (casi) sin el abrigo de los portales. Un reto en la puerta del ascensor y un bis que se nos ocurrió la madrugada de un lunes de diciembre, el que para mí siempre será uno de tus domingos de cielo. Hechizamos los puntos intermedios entre trenes de ida y vuelta para poder descubrir lo bien que se duerme escuchándote latir un cuento. Y con conversaciones entre las sábanas decidimos añadir chocolate (70% cacao y con almendras) a esta locomotora devora-kilómetros que tiene ganas de conocer aún más andenes. Te me has ido, poco a poco, dibujando entre los dedos, retratando en mis caderas, tatuándote en el tuétano… tanto que ahora se me hace difícil mirarme sin verte. Supongo que abrir los ojos significa echarte de menos.

Empezaste a recorrerme los contornos, justo cuando me desdibujaba diluida entre las horas, para devolverme la fe que nunca tuve y la sonrisa que llevaba demasiado tiempo presa entre las ruinas. Y me has ido ayudando en la reconstrucción, sellando las grietas con manos calientes y devolviéndome, poco a poco, el olor a sal que produce la felicidad cuando te la cruzas por las mañanas en el pasillo. Así que un gracias que no se agote, susurrado bajito en cada milímetro de tu espalda.

Este texto no es más especial que otros muchos que llevan tu estela pero hoy aquí sigue nublado porque tú no estás aún. Supongo que éste es mi conjuro para solear las horas sin ti, ya sabes que de pequeña siempre soñaba con convertirme en bruja. Así que estas líneas, como tantas otras con las que te he guiñado, son para ti. Al niño que (pausa) me ha enseñado que a veces se puede vivir en un sueño estando despierta.



De mayor quiero ser...

Estás trabajando sobre mi cama, revisando papeles para alguno de los informes que tienes que presentar y, mientras, yo escribo en cualquier espacio en blanco el tacto de tus dedos y tus besos de chocolate (casi) puro, pero tengo frío y busco el contacto con tu espina dorsal que se convierte, en tardes de invierno, en conductora de calor. Me tumbo a tu espalda mientras te susurro las cifras de empleo de las sirenas que se sumergen en tus ojos, esas que me cantan al oído cada noche para que me estrelle, sin remedio, en los acantilados de tu cuerpo, viendo el grado de embriaguez al que me someten, diría que están pluriempleadas y satisfechas con su trabajo bien hecho. Seguro que estudiaron cualquier carrera de ciencias. Te veo anotarlo, con esa letra como recorrida por hormigas que llena algunos de los libros de mi estantería y diferentes trayectos de mis arterias principales: Sirenas cantoras (y un poco embaucadoras): pleno empleo, observar posibilidades de expansión, y advierto que las has apuntado tras los pepitos grillos (relevante su 80% de ocupación a la hora de proclamar tu nombre en mis paredes azules las noches en las que mi cama se hace enorme) y las ancianas que utilizan sus husos, no para embrujar a bellas durmientes, si no para coserme las ganas de tu aliento en cada una de mis pestañas, para que no las pierda nunca de vista.
Noto como, al contacto con tu espalda, las letras se multiplican en mis dedos y eres tú quien escribe estas palabras copiándolas en mi piel. A falta de papel decido anotar versos en los balcones de tu cuello y nutrirlos con mi saliva a ver si hay suerte y un día nos nacen geranios. En el último verso siento como contienes el aire destilado de cerezas y te lo robo del cielo de la boca a cosquillas con mis labios. Te revuelves para evitar el delito buscando recuperar tu respiración directamente de mis pulmones, que se estremecen con el roce cuantioso de tus pestañas. Como venganza, me suspiras tu aliento en el ombligo, devolviéndome los retazos de vida que me dejé en el camino a tus manos y te correspondo haciendo lo propio, perdiéndome en el trayecto sinuoso de tu vientre. Compongo en tu silueta el puzzle de olas que surqué en espera de tu grito contenido y resurjo entre tus costillas pensando convertirme en caníbal de tus clavículas hundidas en mi pecho. Estoy segura de que de momento no me faltaría el trabajo, ya se sabe que hoy en día lo relacionado con la carne de perdices dispuestas en bandeja está muy solicitado.
Me cuentas las posibilidades de empleo mientras me escalas cada vértebra, estudiando los huecos en los que asegurar tus crampones, y trepas hasta mis caderas consiguiendo que se me alce la piel al rumor de tus muslos entre los míos. Ante la primera avalancha me convences de que serías un alpinista de elite. Entonces escucho el canto de tus sirenas hechiceras que, sujeta a tu cintura, me conducen sin tregua al estrecho de tus placeres hasta que te arrastro conmigo al naufragio, rindiéndonos entregados en la sonrisa del otro. Resolvemos que como piratas desde luego no tenemos ningún futuro.
Cuando recupero el resuello dulce de tu sabor en mi boca, vuelvo a tumbarme a tu espalda, tú trabajando y yo escribiendo, y, con los ojos cerrados, descubro, rehén de tu pelo, mi anhelada vocación. Sin duda alguna ya sé lo que quiero ser de mayor. Escucho tus latidos en los omoplatos y voy pidiendo con cada uno de ellos el deseo de ser tu siamesa.

No

7 feb 2006

No, no quiero escucharte. No quiero escucharte porque sé que podrías convencerme, que enlazarías argumentos disparándome de lleno en la línea de flotación y lo bañarías todo con esa mirada inocente que consigue condensarme la sangre. No, no quiero volver a ver mi reflejo clavado en tu retina porque ante él no soy capaz de excusar la ristra de mentiras que sé que me cuento cada noche intentando, inútilmente, cambiar mi piel y poner con mi muda tus pucheros en la puerta. Escucho el siseo unos segundos antes de que comiences a morderme los tobillos con días añejos, demasiado añejos para acompañarlos de un buen vino.

No quiero que me beses, ni que me abraces, ni notar tus caricias de escarcha sobre mi cuello, en estos momentos vendería mi colección de colibríes azules sólo porque tu aliento se quebrase al acercarse a mi piel, por una reacción alérgica, por una inyección letal, por el tacto del garrote en mi garganta apercibiéndome de las contraindicaciones propias de tus engaños. De tus disfraces con tacto de terciopelo. Y quiero creerte, tengo tantas ganas de hacerlo que me da igual que lo que me digas sea o no verdad, pero tengo el cuerpo astillado de mentiras que fuiste introduciéndome, con pulso de cirujano, entre mi dignidad y tu sombra (calcada del acero engañoso de tu reflejo en los espejos). Así que claro que no me entiendes, yo tampoco entiendo porqué, mientras doblo con minuciosidad absurda tus camisetas, se dibujan en ellas lunares de sabores acuosos. Aún me pregunto si tendré la inversión necesaria para pagar lo que me cueste ver mi propia imbecilidad.

Te sientas en el borde de esa cama que tantas veces hemos domesticado y me miras fijamente con la lástima que incendia mis dedos. ¿Qué que quiero? Sé que esta vez, más que pronunciar, escupo un desprecio irreal que he tomado prestado de cualquier culebrón de sobremesa, ¿qué que quiero? Solo quiero, esta vez sí, que te vayas de una puta vez.

Sonrisas de luna menguante (tan menguante como una vida)

5 feb 2006

Solo veía un trocito de cielo desde el suelo, apenas unas pocas estrellas que la miraban silenciosas desde la distancia, sin atreverse a decirle nada. La oscuridad del firmamento por un momento la consoló, porque pensaba que había algo más oscuro aún que la tristeza que la envolvía y que cada noche le hacia derramar lágrimas sobre aquella almohada mugrienta en la que reposaba su cabeza.

Por última vez se incorporó y miró la calle solitaria, solo había una mendiga, una anciana que rebuscaba entre las bolsas de basura y cantaba una canción que apenas alcanzaba a oír. Solo llegaban algunos acordes a sus oídos pero le resultó extrañamente familiar. Entonces regresó del rincón más escondido de su mente una vieja nana que su madre solía cantarle cada noche antes de que las luces se apagaran. No podría afirmar que la anciana estuviese cantando precisamente aquella nana pero no había otra explicación, sino no habría razón alguna para que esta antigua canción volviese a martillear sus recuerdos.

Contempló el horizonte con aquel canturreo aún en la cabeza y, aunque no pudo verlo, intuyó la presencia del mar. Ese mar que tanto amaba y que tanto odiaba por haberle arrebatado lo que más quería en todo el mundo. Parecía que la caja que contenía los recortes de su infancia se había abierto debido al canto de aquella anciana, pues volvieron aquellas tardes junto al mar y tantos atardeceres contemplados. Cuando el sol comenzaba a rozar el agua, como si la besara, con una delicadeza nunca vista antes. Los colores se fundían y no alcanzabas a distinguir donde terminaba el mar y donde comenzaba aquella luz cegadora. Cuando era pequeña siempre soñaba con adentrarse entre sus aguas hasta llegar al sol cuando el atardecer se acercase, y dejarse acariciar el rostro por sus rayos; demasiados sueños imposibles... De pronto aquel mar tranquilo y apacible se tornó violento y furioso, las olas rompían contra las rocas como si quisieran destrozarlas a cada envestida, la espuma que levantaban le salpicaba la cara y su madre la sujetaba y la instaba para que se apartase del borde del acantilado. Miraban al horizonte intentando adivinar entre cada ola la proa de un pequeño barco, un pesquero blanco, tan blanco que en los días de sol dañaba la vista. Buscaban y escrutaban cada centímetro del paisaje, que sin piedad les negaba aquella posibilidad, y que con cada ola que rompía bajo sus pies parecía querer recordarles que jamás hallarían lo que sus ojos anhelaban descubrir, que allí, sepultado bajo litros de agua salada, descansaría para siempre el cadáver de su esposo y padre. Era el principio del fin.

Aun se estremecía al recordar aquella infinita tarde de noviembre, los recuerdos se volvieron tan reales que casi podría asegurar que olía a mar en aquella habitación desecha y descompuesta en la que vivía desde hacia unos meses. El casero se cabrearía mucho cuando entrase y viese aquel desorden y tantas manchas por toda la estancia, pero no podía evitar moverse, pasear, intentar captar todo lo posible por aquella ventana que se abría a una tétrica calle de una oscura ciudad, aunque en realidad parecía cobijar tras de sí demasiados recuerdos dolorosos.

Esta vez, solo debía remontarse a unos años atrás, pocos, no más de tres, cuando un día al llegar a casa la encontró vacía, faltaba la ropa de su madre, algunas fotos y el dinero que guardaban en ese bote en cuyo exterior podía leerse “arroz”. Se había llevado todo y la había dejado sola en esa vida tan grande que ahora se hacia aún más infinita sin su presencia. Pudo contemplar las paredes casi desnudas, pues en tantos años no habían colgado apenas un cuadro, el color ocre de éstas se oscurecía en los bajos probablemente debido a la humedad. Le llegaba el olor a tubería que casi con total probabilidad procedería de la cocina, y el maullido del gato que andaría rebuscando entre los desperdicios de la basura. Al final del pasillo largo y estrecho donde se encontraban las dos habitaciones y el baño, había un espejo largo y elegante que la reflejó y donde pudo ver aquellas ojeras que le marcaban el rostro. A poco que se fijase un poco más, veía la cicatriz, casi totalmente difuminada ya, que le cruzaba la barbilla producto de una de sus múltiples caídas en el barco de su padre por correr por donde no debía. También podía observar sus ojos tristes y acuosos y justo en ese momento, al contemplar esos ojos tan vacíos, cayó una sola lágrima de ellos que resbaló, cuidadosa, acariciando lentamente su mejilla. En su pecho aguardaba un llanto sordo pero tan desesperante que le dolía de contenerlo tanto tiempo dentro. Así permaneció unos minutos que se hicieron horas, en aquella casa que ya nunca sería la suya. Quizás fue en aquellos eternos instantes cuando su corazón se volvió tan frío como el hielo y tan duro como una de las piedras de ese acantilado de su niñez, quien sabe si fue en ese momento en el que dejó definitivamente de sentir y en el que todo se torció, ya sin opción a rectificar. Cuando recobró la serenidad, recogió las pocas cosas que merecía la pena conservar y salió por la puerta, cerrándola tras de sí para no volver a abrirla nunca más. Apenas unos meses mas tarde le comunicaron que el cadáver de la que parecía su madre había sido encontrado entre las rocas de un acantilado no lejos de la que fue su casa. Aquel maldito abismo que iría unido a su vida para siempre. Fue entonces cuando decidió marcharse de allí y dejar atrás una historia triste pero real, la historia de su infancia.

Ahora, unos años más tarde, malvivía como podía en la capital de las oportunidades. Desconocía donde estaban esas oportunidades ni porque ella no había tenido ninguna desde hacía mucho tiempo, porque desde hacía días andaba sola cada atardecer buscando, entre las esquinas oscuras y tétricas de sus calles, una sola razón para despertar cada mañana. Solo la sonrisa de un niño le habría bastado pero incluso los niños permanecían serios entre los muros de aquella ciudad que los repelía. Le gustaría volver atrás en la cinta de su vida y arreglarla en ese momento justo en el que todo se torció, pero aquello no era posible y le quedaba por delante toda una vida que no quería vivir. Dicen que las noches de luna llena se dispara el índice de suicidios pero aquella noche en el cielo la luna era menguante, una sonrisa en el firmamento que se burlaba de ella de nuevo.

Miró el reloj que despacio dejaba arrastrar los minutos y comenzó a notar que el frío se adueñaba de su cuerpo, abrazándolo como si de su propio hijo se tratase. Le quedaban pocas fuerzas, así que regresó al suelo a los pies de la cama desde donde podía contemplar esa risa burlona en el cielo, ese trocito de firmamento que se había recortado entre los límites de los edificios vecinos y del cual se sentía dueña. Se recostó lentamente apoyando la espalda en un par de cojines y cerró los ojos, pero ni en aquellos minutos que la separaban de una muerte esperada, su cabeza dejó de recordar. Aquellos labios que ya no la esperaban cada mañana y aquellos brazos que ya no la envolvían cada noche, ¿cuántos minutos había llenado con ese recuerdo? Imposible contarlos, pero ahora el dolor de esa ausencia se agarraba con fuerza a sus entrañas, le oprimía el pecho dejándola casi sin respiración. Su mente voló de nuevo a los que fueron los instantes finales de una relación que ya había nacido para finalizar. Sabía que había ya demasiados motivos para un adiós e intuía lo que pasaría, quizás por eso intentó atesorar cada minuto de las horas que aún les quedaban juntos como un modo de retenerlo un poco más a su lado, como un modo de no perder esos ojos color tabaco para siempre. Desde el principio sabía que aquello no duraría más que la caída efímera de una estrella fugaz, pero incluso las estrellas fugaces tienen una oportunidad al ser contempladas y ella se había acostumbrado a encontrarle a su lado al darse la vuelta en la cama cada mañana, se había sentido demasiado protegida entre sus brazos, pero ya era tarde. El beso de buenas noches supo demasiado a despedida y observó como se cerraron sus ojos, por última vez junto a ella. Le despertó su huída pero no hizo nada por impedirlo. Por la mañana abrió los ojos rodeada del silencio de su ausencia. ¿Cuantas semanas hacía de aquello? Ni siquiera podría recordarlo pero aún persistía su olor en aquella casa y aún dolía, demasiado.

Aquel dolor que recordaba se confundía con el dolor físico que comenzaba a sentir, solo deseaba dormir, dormir y no despertar. Que la muerte viniese a buscarla con su fría mano en aquella calurosa noche de primavera. Había ya más sangre a su alrededor que dentro de su cuerpo y se acercaba su destino. La muerte la esperaba con los brazos abiertos en el umbral que tan ansiosa estaba por cruzar. Entornó los ojos y contempló por ultima vez la luna en el vacío...
- Al menos yo puedo elegir la visión de mi ultimo segundo, otros no tienen tanta suerte - pensó
Su mente retuvo la imagen de aquella sonrisa en el cielo que se burlaba, una vez más, de ella y cerró los ojos quien sabe si para siempre.

Bautizo

3 feb 2006

Acabo de ver el bautizo de un bebé a la orilla de la playa, y no he podido evitar imaginarme recorrida por tus manos fluyendo como el agua de una pila bautismal sobre mi nuca desnuda... y es que al final, igual resulta que te estás diluyendo en la espesura de mi sangre y no soy capaz de cerrar los ojos sin oler la salinidad de tus besos recién horneados. Empiezo a pensar que mientras enlazábamos nuestros dedos de arena, sumergiéndonos de lleno en la ola de Mundaka, te colaste por cada una de mis grietas para alicatarme los llantos a base de argamasa compuesta por un 60% de sonrisas de niño bueno y un 40% de sueños húmedos de tus labios (aunque siempre acaben temblándome las piernas).

Mientras veía las imágenes no he podido evitar pensar en que la Iglesia planea eliminar el limbo, el lugar en el que vivimos los estudiantes, las musarañas, los que a veces nos levantamos con el pie izquierdo y algunos de nuestros mejores poetas, el lugar al que, hasta ahora, iban aquellos niños que morían sin ser bautizados, el rincón en el que tú y yo nos cobijamos cuando, al salir del supermercado, nos nievan todos los copos (hexagonales) que es capaz de derramar uno de los tantos puntos intermedios. Me pregunto entonces dónde iremos a parar todos nosotros si el limbo aparece un mañana precintado por orden sumarísima. En esta noche de invierno, nos imagino vagando, sin rumbo ni hogar, en la niebla oscurecida dictada con puntos y comas por capricho arzobispal y la verdad es que no me seduce la idea de perderme las mañanas perezosas, así que, para evitar caminar en un vacío sin musarañas, estudiantes, zurdos o poetas, voy a convertirme sin dilación a la religión de tus manos calientes martilleándome la piel descalza y buscándome las ganas en los archivos vaticanos que sólo tú conoces.

Procederé pues a pedirte que me bautices en tu cama, apartaremos las sábanas para no mojarlas e insonorizaremos las almohadas. Teclea cada uno de tus salmos, letra a letra, en las líneas transversales de mi espalda, si te equivocas puedes borrar los caracteres erróneos a golpe de saliva, recreándote en los puntos sobre las ies de mis 27 lunares. Mientras yo recito la homilía calcándola con mi boca en tus espirales duplicadas, moldéame el Padre Nuestro en el camino ascendente de la cintura a los hombros, hasta alcanzar la canonización de las curvaturas con la esquina de tu lengua y rodéame los muslos a caricias de labios, susurradas para darnos la paz. La paz sea contigo, y con tu espíritu. Para terminar, comulga en la encrucijada de mis piernas y condéname los tobillos a enlazarlos entorno a tu cintura para marcar el credo al compás de nuestras caderas, así evitaré perderme del limbo dulce derramado en aras de mi salvación.

De esta forma no habrá duda alguna de que, en vida, me acompañarás al cielo aunque creo que corro serio peligro de convertirme en devota.

"Ven conmigo"

2 feb 2006

"Ven conmigo, Bárbara , quería decirle. Yo también convertiré nuestro apartamento en un lugar alejado del mundo, , no dejaremos que nadie entre en nuestra vida si tú no quieres, levantaré el parquet para que puedas tener un huerto, aprenderé a pilotar avionetas aunque sea para construirlas de papel. Convertiremos la casa en tu laboratorio de fotos, no conocí a nadie que le sentara tan bien la luz roja. Fabricaré playas para ti con arena sobre los tejados. Bárbara, nos inventaremos la vida cada mañana. Le he perdido el miedo a la felicidad, aprenderé a saludarla por el pasillo sin sentirme mal por no estar mal, como antes sospechaba de los sueños si no eran pesadillas. Súbete a este tren y vuelve al lugar al que perteneces. Los grandes egoístas también podemos tener grandes amores. Ven conmigo, Bárbara.
El movimiento del tren me desequilibró. Me sujeté a una barra. Bárbara dio un paso para mantenerse junto a mí al avanzar el tren. Luego empezó a alejarse.
- Ven conmigo, Bárbara.- Y extendí la mano hacia ella-. Ven.

Bárbara alzó levemente un brazo y dio otro paso hacia a mí. Estaba llorando. Me dijo adiós con la mano. Yo intenté decirle te quiero."


David Trueba: "Cuatro amigos"
 
   

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