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¿Y a ti aún te cuentan cuentos?

 

Sonrisas de luna menguante (tan menguante como una vida)

Solo veía un trocito de cielo desde el suelo, apenas unas pocas estrellas que la miraban silenciosas desde la distancia, sin atreverse a decirle nada. La oscuridad del firmamento por un momento la consoló, porque pensaba que había algo más oscuro aún que la tristeza que la envolvía y que cada noche le hacia derramar lágrimas sobre aquella almohada mugrienta en la que reposaba su cabeza.

Por última vez se incorporó y miró la calle solitaria, solo había una mendiga, una anciana que rebuscaba entre las bolsas de basura y cantaba una canción que apenas alcanzaba a oír. Solo llegaban algunos acordes a sus oídos pero le resultó extrañamente familiar. Entonces regresó del rincón más escondido de su mente una vieja nana que su madre solía cantarle cada noche antes de que las luces se apagaran. No podría afirmar que la anciana estuviese cantando precisamente aquella nana pero no había otra explicación, sino no habría razón alguna para que esta antigua canción volviese a martillear sus recuerdos.

Contempló el horizonte con aquel canturreo aún en la cabeza y, aunque no pudo verlo, intuyó la presencia del mar. Ese mar que tanto amaba y que tanto odiaba por haberle arrebatado lo que más quería en todo el mundo. Parecía que la caja que contenía los recortes de su infancia se había abierto debido al canto de aquella anciana, pues volvieron aquellas tardes junto al mar y tantos atardeceres contemplados. Cuando el sol comenzaba a rozar el agua, como si la besara, con una delicadeza nunca vista antes. Los colores se fundían y no alcanzabas a distinguir donde terminaba el mar y donde comenzaba aquella luz cegadora. Cuando era pequeña siempre soñaba con adentrarse entre sus aguas hasta llegar al sol cuando el atardecer se acercase, y dejarse acariciar el rostro por sus rayos; demasiados sueños imposibles... De pronto aquel mar tranquilo y apacible se tornó violento y furioso, las olas rompían contra las rocas como si quisieran destrozarlas a cada envestida, la espuma que levantaban le salpicaba la cara y su madre la sujetaba y la instaba para que se apartase del borde del acantilado. Miraban al horizonte intentando adivinar entre cada ola la proa de un pequeño barco, un pesquero blanco, tan blanco que en los días de sol dañaba la vista. Buscaban y escrutaban cada centímetro del paisaje, que sin piedad les negaba aquella posibilidad, y que con cada ola que rompía bajo sus pies parecía querer recordarles que jamás hallarían lo que sus ojos anhelaban descubrir, que allí, sepultado bajo litros de agua salada, descansaría para siempre el cadáver de su esposo y padre. Era el principio del fin.

Aun se estremecía al recordar aquella infinita tarde de noviembre, los recuerdos se volvieron tan reales que casi podría asegurar que olía a mar en aquella habitación desecha y descompuesta en la que vivía desde hacia unos meses. El casero se cabrearía mucho cuando entrase y viese aquel desorden y tantas manchas por toda la estancia, pero no podía evitar moverse, pasear, intentar captar todo lo posible por aquella ventana que se abría a una tétrica calle de una oscura ciudad, aunque en realidad parecía cobijar tras de sí demasiados recuerdos dolorosos.

Esta vez, solo debía remontarse a unos años atrás, pocos, no más de tres, cuando un día al llegar a casa la encontró vacía, faltaba la ropa de su madre, algunas fotos y el dinero que guardaban en ese bote en cuyo exterior podía leerse “arroz”. Se había llevado todo y la había dejado sola en esa vida tan grande que ahora se hacia aún más infinita sin su presencia. Pudo contemplar las paredes casi desnudas, pues en tantos años no habían colgado apenas un cuadro, el color ocre de éstas se oscurecía en los bajos probablemente debido a la humedad. Le llegaba el olor a tubería que casi con total probabilidad procedería de la cocina, y el maullido del gato que andaría rebuscando entre los desperdicios de la basura. Al final del pasillo largo y estrecho donde se encontraban las dos habitaciones y el baño, había un espejo largo y elegante que la reflejó y donde pudo ver aquellas ojeras que le marcaban el rostro. A poco que se fijase un poco más, veía la cicatriz, casi totalmente difuminada ya, que le cruzaba la barbilla producto de una de sus múltiples caídas en el barco de su padre por correr por donde no debía. También podía observar sus ojos tristes y acuosos y justo en ese momento, al contemplar esos ojos tan vacíos, cayó una sola lágrima de ellos que resbaló, cuidadosa, acariciando lentamente su mejilla. En su pecho aguardaba un llanto sordo pero tan desesperante que le dolía de contenerlo tanto tiempo dentro. Así permaneció unos minutos que se hicieron horas, en aquella casa que ya nunca sería la suya. Quizás fue en aquellos eternos instantes cuando su corazón se volvió tan frío como el hielo y tan duro como una de las piedras de ese acantilado de su niñez, quien sabe si fue en ese momento en el que dejó definitivamente de sentir y en el que todo se torció, ya sin opción a rectificar. Cuando recobró la serenidad, recogió las pocas cosas que merecía la pena conservar y salió por la puerta, cerrándola tras de sí para no volver a abrirla nunca más. Apenas unos meses mas tarde le comunicaron que el cadáver de la que parecía su madre había sido encontrado entre las rocas de un acantilado no lejos de la que fue su casa. Aquel maldito abismo que iría unido a su vida para siempre. Fue entonces cuando decidió marcharse de allí y dejar atrás una historia triste pero real, la historia de su infancia.

Ahora, unos años más tarde, malvivía como podía en la capital de las oportunidades. Desconocía donde estaban esas oportunidades ni porque ella no había tenido ninguna desde hacía mucho tiempo, porque desde hacía días andaba sola cada atardecer buscando, entre las esquinas oscuras y tétricas de sus calles, una sola razón para despertar cada mañana. Solo la sonrisa de un niño le habría bastado pero incluso los niños permanecían serios entre los muros de aquella ciudad que los repelía. Le gustaría volver atrás en la cinta de su vida y arreglarla en ese momento justo en el que todo se torció, pero aquello no era posible y le quedaba por delante toda una vida que no quería vivir. Dicen que las noches de luna llena se dispara el índice de suicidios pero aquella noche en el cielo la luna era menguante, una sonrisa en el firmamento que se burlaba de ella de nuevo.

Miró el reloj que despacio dejaba arrastrar los minutos y comenzó a notar que el frío se adueñaba de su cuerpo, abrazándolo como si de su propio hijo se tratase. Le quedaban pocas fuerzas, así que regresó al suelo a los pies de la cama desde donde podía contemplar esa risa burlona en el cielo, ese trocito de firmamento que se había recortado entre los límites de los edificios vecinos y del cual se sentía dueña. Se recostó lentamente apoyando la espalda en un par de cojines y cerró los ojos, pero ni en aquellos minutos que la separaban de una muerte esperada, su cabeza dejó de recordar. Aquellos labios que ya no la esperaban cada mañana y aquellos brazos que ya no la envolvían cada noche, ¿cuántos minutos había llenado con ese recuerdo? Imposible contarlos, pero ahora el dolor de esa ausencia se agarraba con fuerza a sus entrañas, le oprimía el pecho dejándola casi sin respiración. Su mente voló de nuevo a los que fueron los instantes finales de una relación que ya había nacido para finalizar. Sabía que había ya demasiados motivos para un adiós e intuía lo que pasaría, quizás por eso intentó atesorar cada minuto de las horas que aún les quedaban juntos como un modo de retenerlo un poco más a su lado, como un modo de no perder esos ojos color tabaco para siempre. Desde el principio sabía que aquello no duraría más que la caída efímera de una estrella fugaz, pero incluso las estrellas fugaces tienen una oportunidad al ser contempladas y ella se había acostumbrado a encontrarle a su lado al darse la vuelta en la cama cada mañana, se había sentido demasiado protegida entre sus brazos, pero ya era tarde. El beso de buenas noches supo demasiado a despedida y observó como se cerraron sus ojos, por última vez junto a ella. Le despertó su huída pero no hizo nada por impedirlo. Por la mañana abrió los ojos rodeada del silencio de su ausencia. ¿Cuantas semanas hacía de aquello? Ni siquiera podría recordarlo pero aún persistía su olor en aquella casa y aún dolía, demasiado.

Aquel dolor que recordaba se confundía con el dolor físico que comenzaba a sentir, solo deseaba dormir, dormir y no despertar. Que la muerte viniese a buscarla con su fría mano en aquella calurosa noche de primavera. Había ya más sangre a su alrededor que dentro de su cuerpo y se acercaba su destino. La muerte la esperaba con los brazos abiertos en el umbral que tan ansiosa estaba por cruzar. Entornó los ojos y contempló por ultima vez la luna en el vacío...
- Al menos yo puedo elegir la visión de mi ultimo segundo, otros no tienen tanta suerte - pensó
Su mente retuvo la imagen de aquella sonrisa en el cielo que se burlaba, una vez más, de ella y cerró los ojos quien sabe si para siempre.
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At 5:34 p. m., Anonymous Anónimo said...

Vaya! :-( El padre, la madre, la persona amada,... con razón se le quitan las ganas de no volver a despertar. Lo bueno sería despertar y que todo hubiese sido una pesadilla... pero eso sólo pasa en los finales felices. ¡No nos des tantos disgustos Sherezade!, aunque compensaremos las historias tristes con el placer de leerte. Un beso.    



At 6:48 p. m., Blogger el_hombre_que said...

las cicatrices siempre vuelven a abrirse. Y cuando se abren todas juntas, la pérdida de sangre puede llegar a ser letal.    



At 7:13 p. m., Anonymous Anónimo said...

Había olvidado el escalofrío de esa luna menguante (y embustera) entre los dedos. Ese trozo de cielo seguro le dio la parcela de serenidad que tanto necesitó antaño. Puede que fuese lo que al final la salvase    



At 8:07 p. m., Blogger Para, creo que voy a vomitar said...

Hay que ver de que manera nos marcan los hechos a lo largo de nuestra vida. Esos hechos, a veces, son puntiagudos y hacen sangre, como a la protagonista de la historia. Lo peor es que los recuerdos tb tienen filo.
Qué historia tan triste, y qué lección nos da al final, cuando decide quedarse con la sonrisa de la luna :)

Muchas gracias por el link, Sherezade. En breve te linkearé pq me pasaré por aquí a menudo ;)    



At 8:56 p. m., Blogger d said...

Qué cosas más tristemente hermosas escribes. A mi no me importa si una historia es triste si es genial. Aunque, bueno, te lo dice una mente menguada y menguante...    



At 9:41 p. m., Blogger Laura said...

me encanta cuando la luna parece una uña recién mordida...    



At 10:09 p. m., Blogger Gato negro said...

Te diría tanto, pero creo que tus palabras nublan cualquier comentario. Aún así me atreveré a decirte que cuando todo desaparece a tu alrededor, puede que sea una señal para que encuentres en ti misma algo que equivocadamente se buscaba en otros. La vida es un juego a muerte, pero puedes elegir como afrontarlo, puede ser bello, si comprendemos que cada instante es el último, que cada día es único e irrepetible, y que Sherezade tiene muchos cuentos encima. Cuanta belleza escondes en tus palabras. Gracias por este regalo en forma de cuento.

GATO NEGRO

Pos: Te invito a pasear por tejados nublados, sin abismos, llenos de vida, con ganas de vivir y ganas de escuchar cuentos.    



At 8:45 p. m., Blogger Elena -sin h- said...

Lehendakari... A veces las pesadillas también nos hacen despertar ;)

el hombre que... me encantan las cicatrices, me sirven para intentar no cometer los mismos errores y recordar lo que aprendí cuando eran heridas abiertas. Algunas noches cambia el tiempo y duelen de nuevo pero tengo la enorme suerte de tener a alguien que me recuerda cosas que a veces se necesitan leer.

Natxo... tú conocías esta historia de antemano y me encanta creerte cuando dices que se salvó

Para, creo que voy a vomitar... los recuerdos a veces se convierten en pequeños cristales que terminan por desgarrarte por dentro y cuando no puedes más, solo pueden desgarrarte por fuera... pero siempre podemos elegir como mirar hacia atrás. Y aqui tienes un huecoo siempre que quieras, prepararé café o chocolate para aguantar las tardes de frío.

d... pues otra mente menguada y menguante te dice que tb me encantan las historias tristes... por alguna extraña razón, son más fáciles de creer.

laura... a mi también pero a mis uñas (o mejor dicho, a la ausencia de ellas...) no les hace mucha gracia...

gato negro... Lo que dices a veces es tan difícil, aunque hoy, en este momento justo, estoy completamente de acuerdo contigo...
P.D. Sin duda alguna, acepto la invitación :)    



At 9:31 a. m., Blogger Unknown said...

esta si que son historias que deben susurarse al odio antes de separarse desde la palabra... para que el susurro haga que se quede, que marque.    



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