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¿Y a ti aún te cuentan cuentos?

 

La última noche (como esta)

26 mar 2008

Es completamente absurdo y los dos lo sabemos pero en la calle hace demasiado frío y es necesario apartarse de nosotros más de dos kilómetros a la redonda para que deje de llover. Nos miramos sin limitarnos, con decenas de escudos y volvemos, una vez más, a estudiarnos los gestos. Tú tensas las mandíbulas y juegas con las manos, me miras de reojo para corresponder a mi mirada desde abajo, al laberinto de los dedos en mis rizos. Nos conocemos demasiado para no saber que tú dirás, es tarde pero contigo me tomo otra, mientras yo sonrío sin mirarte y me levanto a por otras dos cervezas. Tú rubia y yo negra. A la vuelta te soltaré algún comentario sobre tu preferencia por las rubias y tú contestarás con lo propio. Jugaremos con el viento en contra sabiendo que él nos protege de la caída.

Mientras pido la penúltima, repaso todas las noches como esta, la colección de momentos que cuelgan despeinados por el abismo. Te observo en el reflejo de una botella y noto que ambos compartimos el gesto tranquilo, la media sonrisa, las manos a la espera. Dominamos extraordinariamente bien los pasos de este baile. El día que te conocí tenías el pelo más corto pero el mismo gesto que te descubro las veces en que no te miro, cuando acierto a averiguarte deletreándome los caminos vallados. Desde entonces ha pasado demasiado tiempo, demasiados cadáveres que hemos visto alejarse, inertes, con la mano alzada en un último gesto, quien sabe si de redención. Tú y yo aceptamos el puesto, los puestos divergentes, que nos aguardaban en esta ciudad inhóspita. Lo hicimos desde el principio, obedientes, pero existen desde ese día noches como esta, circunscritas en palabras durmientes en las pupilas, noches en la que entre cervezas lanzamos los dados en una jugada delimitada de antemano.

Vuelvo con los dos vasos que apuramos como si fuese el mismo vértigo rompiéndose deprisa en la garganta, la noche se vacía y los labios arrastran las palabras demasiado despacio. Me atraviesas la mirada esquiva y la misma pregunta de todas las noches como esta se desliza rasa en el aire espeso. ¿Dónde tomamos la última?

Hoy puede que sea la última noche como esta.

Pastanesi

13 mar 2008

Amanece cuando cojo la Nikon y salgo echando de menos dar un portazo con todo. Empiezo a andar calle abajo, sin rumbo, mirando alrededor, ansiando perderme entre la gente, con Albertucho diciéndome una y otra vez que deje la luna entrar. Joder, ni que eso fuera muy difícil en este país sin persianas. Encuentro la primera foto en la esquina de un callejón, busco el encuadre, calculo la luz, el diafragma abierto al máximo, 1.4 de exposición y 1/60 de velocidad en el obturador, y me olvido del mundo. Me encanta esa cámara precisamente porque tiene ese poder, absorbe todos mis grises para positivarlos luego en fotografías que hablan. También me encanta porque me la regaló mi padre, cuando aún salíamos al amanecer en un amistoso reto por conseguir la mejor foto. Claro está que él siempre ganaba, pero yo aprendí todo lo que sé de fotografía gracias a él y a esos días. Luego vinieron los gritos, las lágrimas mudas y los portazos. Ahora, solo el mutismo que da la buena educación.

Me paso la mañana con la cámara al cuello, dejando que el tiempo se escape, hasta que las calles empiezan a verse atestadas de gente y decido volver a la protección de mi madriguera. Cuando llego a casa, me preparo un café bien cargado mientras decido que comer, desde que llegué aquí mi alimentación se ha transformado radicalmente. Hace meses que no pruebo el pescado y la carne que consumo se encuadra siempre en una sola palabra: McDonalds. Pasta es la elección final, mientras hierve el agua busco un cd que ha huido de mi propio desorden. Lo encuentro entre las páginas de un libro y al comenzar los primeros acordes algo se revuelve dentro “lau teilatu gainean, ilargia erdian, eta zu, goruntz begira…”*. Mientras paladeo lentamente el café y me concentro en el borboteo del agua cociendo, puedo verme de nuevo en casa, en las fiestas veraniegas, riendo y cantando dentro de una burbuja que estallaría años más tarde sin aviso previo. Como todas mis burbujas.

El dolor de cabeza me golpea a destiempo. Resaca. Me digo, de nuevo, que esto no puede seguir así. Anoche me aseguraban que parece que corro despavorida hacia un precipicio, lo que no le dije, es que, sin duda alguna, hace tiempo que caí en él. Y no tengo ni siquiera la intención de escalar un solo metro, es demasiado tranquilizador saber que cuando estás tan abajo no puedes caer más. El agua rebosa acompañándose en su derrumbe de las últimas notas, felices y mentirosas. Y allí estoy, años atrás, alzando el vaso cuando aún creía que el mundo estaba ahí, con los brazos abiertos, esperándome.

Saco el cd con furia y lo piso con tantas ganas que pierdo el aliento. En el suelo, el reflejo multiplicado de mis lágrimas me pilla de improviso. Pensaba que no se podía llorar tantas veces.

*”Lau teilatu” de Itoiz

Miles de razones

7 mar 2008

Ayer un niño me devolvía la esperanza en la ciudadanía española. Correteaba por la plaza Indautxu, observado sin despiste alguno por su padre sonriente. Era una escena común en muchos de los parques infantiles que siembran las plazas de esta ciudad de nadie (porque a nadie pertenece exclusivamente) si no tuviera las notas de color que partían de la mano del niño y que, contagiosamente, me borraron el blanco y negro de la mirada. Jugaba con cinco globos, uno de cada color, cada uno de un partido político. Y reía feliz porque tenía la colección completa. Allí cerca, estoy segura, algún adulto (i)responsable se sentiría henchido de orgullo por albergar, siempre y sin condiciones, sólo uno de esos globos pero aquél niño hacía caso omiso y tarareaba la tarde con notas de todos los colores. Así que no me quedó más remedio que sonreír, al niño, al padre que lo miraba tranquilo y a la pequeña, casi ínfima, perspectiva de un futuro esperanzador.

Hoy sin embargo, cinco tiros me devolvían a la cruda realidad en la que permanezco, la que supura tantas mañanas frías como esta. Estoy segura de que todos sabéis bien a lo que me refiero, habréis visto las fotos en la televisión, en la prensa, quizás hayáis sentido ese mismo poso, denso, helado que se impone ahora mismo en mi boca del estómago, la rabia sorda (que no muda) arañando la garganta. No escribo esto para informar, como homenaje a alguien que nunca conocí, para hacer política o una crónica, no, escribo porque es lo único que me sale en momentos como este cuando, además, al terminar de hacerlo tengo que coger el coche para cruzar ese mismo pueblo. Mondragón, atestado de pancartas, feudo desde hace años de la izquierda abertzale, esa misma que pide la abstención para las próximas elecciones.

Ayer escribía un texto hablando de aquél niño de colores y pidiéndoos que el domingo utilizaseis 10 minutos de vuestro tiempo para votar. Hoy no he sido capaz de colgarlo como si nada hubiese pasado. Ayer creía que la Política (así con mayúsculas) aún podía ser posible. Hoy me parece más necesaria que nunca.

Así que acogeros a la razón que más os convenza. Pero votad.


“Afuera están ardiendo las calles de este tiempo

Afuera está muriendo la razón…

M Clan: “Las calles están ardiendo”

Títulos de crédito

3 mar 2008

Es difícil caminar sin el reguero inabarcable de tus ojos negros fusionándose en cada paso por dar. Me ha costado semanas ser capaz de escribir esta frase, de verla ahí, parpadeando impasible sobre el fondo inmaculado de una hoja en blanco, sin pestañear ante el temblor inexacto de mi futuro haciendo añicos contra tu ausencia. Es difícil escribir desde las fronteras de un nosotros que aún quiero sentir correr por mis venas, ya sabes que nunca supe escribir en primera persona del singular. Era una dolencia que nació la misma tarde de febrero que alumbramos sin artificios el camino de vuelta a casa. Supe lidiar con los versos que brotaban desde las sábanas, con las palabras que nacían traicionándome en los momentos más inverosímiles pero nunca logré reducir los silogismos de tal manera que no estuvieras tú y, si lo intentaba de veras, las letras se me desteñían entre los dedos, dejando manchas indelebles que se perpetuaban en las paredes de la aurícula, escalando, usando de apoyo los glóbulos rojos para multiplicarse exponencialmente hasta que volvías, hasta que todo se paraba un instante para sentir de nuevo tu reflejo en las rótulas.

Ahora escribo desde un plural roto, hecho añicos desde el singular y los escombros me brillan aún en los ojos intentando ocultar que ya no queda nada tras la puerta de entrada. Ni siquiera puedo pedirte que vuelvas porque aún no he sido capaz de acostumbrarme a no esperarte. Y todo se complica cuando tus pasos comienzan a desdibujarse en estas arenas movedizas en las que transformamos el pasillo de casa. Era divertido cuando jugábamos a mantenernos quietos, atrapados entre las baldosas, mientras el otro caricaturizaba los relojes pero ahora que son esos relojes los que juegan a mantener mi pulso inerte en esas mismas arenas, los que borran, poco a poco, tu aliento de las paredes de mis pulmones, el juego se convierte en una película macabra cuyo director es la propia víctima.

Todo se ha transformado en una sucesión de segundos interminables desde que no bailas el tiempo conmigo, todo se ha transformado en algo difícil, denso y oscuro desde que tus ojos no dan luz al futuro más negro que espera tras la puerta. Todo se ha transformado porque ya no estás, y sin ti, lo mejor de mí ya es sólo una línea más de los títulos de crédito. Y ni siquiera tú te quedaste a leerla.

 
   

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