Salamanca...
Estuvimos juntas cuatro años, mucho más que con cualquiera de los novios que he tenido hasta ahora, y cinco meses después de abandonarte aún se me abren los nudillos echándote de menos. Desde aquél 1 de octubre que llegué presa del temblor de la inexperiencia y, con la mirada callada, recorrí por primera vez la arcada del más insigne de tus lugares a recordar, dónde cada piedra narra un trozo de vida de los que allí fuimos tremendamente desdichados, al darnos cuenta de que tus mañanas de resaca de buenos recuerdos, tenían una fecha de caducidad que no quisimos ver al llegar.
Yo que llegaba desde tan lejos (aquellas criminales casi 10 horas en autobús) y he acabado añorando tanto tus tardes de invierno, que le he pedido a los árboles que lloren montañas de blancos vendavales mientras agitan los pasos de las campanas disimuladas bajo las risas, para ver si soy capaz (con los ojos cerrados, eso sí) de volver a sentir como se estremece mi piel al pasear por la Plaza de Anaya en una tarde cualquiera de diciembre. Soñar con caminos serpenteantes hacia el reloj, en busca de un encuentro casual con cualquiera que se deje invitar a un helado, para viajar a pasos cortos por toda la ciudad en una helada tarde de un cálido invierno.
Tomé la decisión de irme a estudiar a Salamanca cómo casi todas las decisiones importantes que he tomado en mi vida, por una mezcla de intuición y azar y, esta vez, los dados me sonrieron desde la mesa guiñándome la mejor tirada. Durante cuatro años me convertí en quien soy paseando, aterida de frío y buscando cual mala hierba un poco de sol, por todas y cada una de tus calles. Bebí más amigos de lo que pude recoger con mis muñecas vacías y desayuné con vino y cerveza en las fiestas de medicina, ciencias, filología o, cómo no, en las de ciencias sociales. Aprendí a querer de verdad a quién ni siquiera había llegado a conocer aún, supe lo que era llorar arropada por todas las manos y los besos, me abandoné al olvido de las clases y los libros para recordarlos unos meses después entre cafés, acorralada en las mesas de libreros, la biblioteca con mayor índice de noviazgos del país. Aprendí que lo mejor de la universidad son las sonrisas que alberga en su interior, los guiños mudos que comprenden con una palabra, las lágrimas que, dispersas, recogen manzanas esperanzas para no caer en la tentación del desconsuelo. Al final, disgregué los abrazos para que, aquellos que siempre llamaré amigos, guardasen una mínima parte de todo lo vivido. Me bebí la noche sin atragantarme, aprendí geografía dibujada en las sonrisas de los bares y probé los cuerpos de conocidos o desconocidos hasta que acabé por hacerme socia vitalicia del club de los recuerdos colgados en los recortes de tus calles desiertas. Y lloré, mientras sonaban las campanas de la Purísima, cómo sólo he llorado la huída de quien sabes que nunca ha estado, el día que puse mis maletas en la puerta. Aunque me prometiese una y mil veces que volvería.
Te debo casi todo lo bueno que tengo, por enseñarme la mejor lección y la que más tardaré en olvidar, porque gracias a todo lo contienes, a estos cuatro años que me han dejado el alma llena, supe que soy capaz de reconstruir mi mundo, pieza a pieza, cada una de las veces en las que sienta que estalla bajo mis pies. Me diste algo que siempre busqué en cada una de las ciudades en las que he vivido, un lugar en el que encontrar mi sitio. Al fin y al cabo, creo que para todos los que allí llegamos a existir, Salamanca siempre será un hogar al que poder volver.
Yo que llegaba desde tan lejos (aquellas criminales casi 10 horas en autobús) y he acabado añorando tanto tus tardes de invierno, que le he pedido a los árboles que lloren montañas de blancos vendavales mientras agitan los pasos de las campanas disimuladas bajo las risas, para ver si soy capaz (con los ojos cerrados, eso sí) de volver a sentir como se estremece mi piel al pasear por la Plaza de Anaya en una tarde cualquiera de diciembre. Soñar con caminos serpenteantes hacia el reloj, en busca de un encuentro casual con cualquiera que se deje invitar a un helado, para viajar a pasos cortos por toda la ciudad en una helada tarde de un cálido invierno.
Tomé la decisión de irme a estudiar a Salamanca cómo casi todas las decisiones importantes que he tomado en mi vida, por una mezcla de intuición y azar y, esta vez, los dados me sonrieron desde la mesa guiñándome la mejor tirada. Durante cuatro años me convertí en quien soy paseando, aterida de frío y buscando cual mala hierba un poco de sol, por todas y cada una de tus calles. Bebí más amigos de lo que pude recoger con mis muñecas vacías y desayuné con vino y cerveza en las fiestas de medicina, ciencias, filología o, cómo no, en las de ciencias sociales. Aprendí a querer de verdad a quién ni siquiera había llegado a conocer aún, supe lo que era llorar arropada por todas las manos y los besos, me abandoné al olvido de las clases y los libros para recordarlos unos meses después entre cafés, acorralada en las mesas de libreros, la biblioteca con mayor índice de noviazgos del país. Aprendí que lo mejor de la universidad son las sonrisas que alberga en su interior, los guiños mudos que comprenden con una palabra, las lágrimas que, dispersas, recogen manzanas esperanzas para no caer en la tentación del desconsuelo. Al final, disgregué los abrazos para que, aquellos que siempre llamaré amigos, guardasen una mínima parte de todo lo vivido. Me bebí la noche sin atragantarme, aprendí geografía dibujada en las sonrisas de los bares y probé los cuerpos de conocidos o desconocidos hasta que acabé por hacerme socia vitalicia del club de los recuerdos colgados en los recortes de tus calles desiertas. Y lloré, mientras sonaban las campanas de la Purísima, cómo sólo he llorado la huída de quien sabes que nunca ha estado, el día que puse mis maletas en la puerta. Aunque me prometiese una y mil veces que volvería.
Te debo casi todo lo bueno que tengo, por enseñarme la mejor lección y la que más tardaré en olvidar, porque gracias a todo lo contienes, a estos cuatro años que me han dejado el alma llena, supe que soy capaz de reconstruir mi mundo, pieza a pieza, cada una de las veces en las que sienta que estalla bajo mis pies. Me diste algo que siempre busqué en cada una de las ciudades en las que he vivido, un lugar en el que encontrar mi sitio. Al fin y al cabo, creo que para todos los que allí llegamos a existir, Salamanca siempre será un hogar al que poder volver.
te falta salamanca a uno de agosto. A mí es la parte que más me gusta, sentarme solo en la plaza de anaya y leer con la espalda sobre la hierba caliente. también te falta la Salamanca del 17 por ciento de paro, pero bueno.
La Salamanca que vivimos los que "sólo" fuímos a estudiar allí es una espacie de universo paralelo...tiene un límite y eso lo cambia todo. Para bien y para mal.
Y bueno, viniendo de casi un 40% de paro, Salamanca se ve de otras muchas maneras... pero probaré esa Salamanca del 1 de agosto...
Mmmm...una parte de razón tienes pero dios...un paseo por la Plaza de Anaya, el encendido de las luces de la Plaza Mayor, Libreros en época de exámenes, la Casa Lis un día de sol...
yo trabajo aquí y salgo los jueves (y los sábados). Todo está en saber dormir, jaja.
Si quieres un consejo ve en primavera...la luz es mucho más bonita...
Yo que tampoco he vivido el 1 de agosto y que también vengo de donde el sol pega con fuerza, sí que te entiendo.
Y ahora, a las puertas de mi huída personal y con el invierno pegado a los empeines, me has hecho darme cuenta de cuánto, cuánto, voy a añorar esta ciudad.
Cada ciudad tiene su olor, su ritmo y su color. Salamanca huele a viento, y el dorado que reflejan sus piedras a la luz de las farolas va proyectando las juventudes a cámara lenta...
Un texto precioso
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