Y volvió a llover
Se me erizó la piel y se me paralizó al instante la media sonrisa que se atrincheraba en mi gesto tranquilo, creo que no supe reaccionar al ver de nuevo la espalda que besaba hace no tanto. No me dejaste ver mucho más en aquella tarde en la que el cielo, cómo casi todas las veces en las que nos vimos, amenazaba con derramarse sobre nuestras cabezas. El perfil de tu rostro mirando al frente, el ceño fruncido y la certeza de que si pudieses pedir un deseo en ese momento, sería hacerme desaparecer de tu lado por el método de la evaporación instantánea. Y yo, mirándote, dándome cabezazos contra un muro que ni siquiera estaba segura de querer derrumbar.
Ahora, mirando esos instantes con el cristal que me ofrece el paso de cierto tiempo, atesoro cómo siempre pequeños detalles, imágenes, de esa tarde: tu espalda cómo símbolo de lo que me esperaba de ti a partir de ese momento, la pequeña herida que me hice en el labio en una batalla a dentelladas con la impotencia, el sabor a sangre en la boca, no sé si por ti o por mi, el miedo a resbalar (ya sabes de mi torpeza) sin darme cuenta de que llevaba ya días confirmando la frialdad del suelo mojado, la paradoja de que me cubrieses con tu paraguas, protegiéndome de la lluvia exterior pero alimentando con lanzallamas la que se iba esbozando por dentro, mi frase de despedida, estúpida, y los segundos posteriores en los que deseé con todas mis fuerzas oír tu voz impidiendo que me fuera (cómo si alguna vez me hubieras dejado entrar). Mis lágrimas mezcladas con la lluvia en una escena propia del final de una película americana. Sólo que, estoy segura, en las películas las cosas nunca habrían terminado así porque los espectadores correrían a pedir la devolución de su entrada ante un final con tanta lluvia. Y la misma canción, una y otra vez, sonando en el camino de vuelta a casa. La úlcera en la boca del estómago quemándome la garganta y las ganas de causar destrozos en los que dibujar el rictus de tu boca cerrada. Las espinas sin rosas y las sábanas que olían a ti. La envidia que me escalaba los brazos poniéndome los pelos de punta, ojalá tuviera esa frialdad, pero me crié entre rayos de sol y cálidas rachas de viento de levante que me han hecho demasiado vulnerable a tus miradas de hielo. Y, con ellas, diste directamente en el centro de la diana.
Saqué del armario la vieja coraza y la metí en el bolso por si alguna vez volvía a ver la curva de tu nuca poder protegerme de los disparos de granizo. Hice un master intensivo en expresiones vacías, en paciencia ante el desasosiego que me provocaban algunos de tus gestos y me especialicé en no sentir nada al intuir cualquier cosa que dibujase una sombra parecida a la tuya. Ayer mismo recibí el diploma en casa y lo colgué, orgullosa, del único espacio que queda libre en mi pared. Me aplaudí, hipócrita, por dentro y mediante señales de humo y palomas mensajeras te hice llegar el mensaje de que (aunque puede que, como siempre contigo, me equivoque) conseguiste tu propósito, me deshice de cualquier sentimiento hacia ti. Es una lástima que mi ilusión se fuera con ellos. Quizás juntos les vaya mejor de lo que nos fue a nosotros sin llegar a estarlo.
Ahora, mirando esos instantes con el cristal que me ofrece el paso de cierto tiempo, atesoro cómo siempre pequeños detalles, imágenes, de esa tarde: tu espalda cómo símbolo de lo que me esperaba de ti a partir de ese momento, la pequeña herida que me hice en el labio en una batalla a dentelladas con la impotencia, el sabor a sangre en la boca, no sé si por ti o por mi, el miedo a resbalar (ya sabes de mi torpeza) sin darme cuenta de que llevaba ya días confirmando la frialdad del suelo mojado, la paradoja de que me cubrieses con tu paraguas, protegiéndome de la lluvia exterior pero alimentando con lanzallamas la que se iba esbozando por dentro, mi frase de despedida, estúpida, y los segundos posteriores en los que deseé con todas mis fuerzas oír tu voz impidiendo que me fuera (cómo si alguna vez me hubieras dejado entrar). Mis lágrimas mezcladas con la lluvia en una escena propia del final de una película americana. Sólo que, estoy segura, en las películas las cosas nunca habrían terminado así porque los espectadores correrían a pedir la devolución de su entrada ante un final con tanta lluvia. Y la misma canción, una y otra vez, sonando en el camino de vuelta a casa. La úlcera en la boca del estómago quemándome la garganta y las ganas de causar destrozos en los que dibujar el rictus de tu boca cerrada. Las espinas sin rosas y las sábanas que olían a ti. La envidia que me escalaba los brazos poniéndome los pelos de punta, ojalá tuviera esa frialdad, pero me crié entre rayos de sol y cálidas rachas de viento de levante que me han hecho demasiado vulnerable a tus miradas de hielo. Y, con ellas, diste directamente en el centro de la diana.
Saqué del armario la vieja coraza y la metí en el bolso por si alguna vez volvía a ver la curva de tu nuca poder protegerme de los disparos de granizo. Hice un master intensivo en expresiones vacías, en paciencia ante el desasosiego que me provocaban algunos de tus gestos y me especialicé en no sentir nada al intuir cualquier cosa que dibujase una sombra parecida a la tuya. Ayer mismo recibí el diploma en casa y lo colgué, orgullosa, del único espacio que queda libre en mi pared. Me aplaudí, hipócrita, por dentro y mediante señales de humo y palomas mensajeras te hice llegar el mensaje de que (aunque puede que, como siempre contigo, me equivoque) conseguiste tu propósito, me deshice de cualquier sentimiento hacia ti. Es una lástima que mi ilusión se fuera con ellos. Quizás juntos les vaya mejor de lo que nos fue a nosotros sin llegar a estarlo.
Porqué tantas veces se desea que nos impidan la huída y no optamos, más sabiamente, por no marcharnos?
Buena pregunta si señor...
tantas veces necesitamos gestos...
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