La terraza de baldosas amarillas

Miro el reloj y cuento las horas desde la última vez que noté tus labios en mi clavícula, 9 horas y unos 32 minutos. Amanecía y los dos sabíamos dónde acabarían por llevarnos nuestros pasos. Sabíamos también que aquello era un error, uno más a añadir en esa abultada lista de equivocaciones que ambos construimos con tanto empeño porque siempre preferimos la hiel a la miel. Y especialmente yo, sabía que aquello se convertiría en una piedra más con la que lapidarme en las noches en la que tu recuerdo y tu ausencia se convirtiese en una fina cuerda de seda, que me atase a la soledad de sentirme contigo sólo a ratos. Y seguiré convenciéndome y convenciéndote de que esta distancia etérea es lo mejor para los dos. Y me lo repetiré una y mil veces hasta que acabe creyéndomelo.
Mientras me canto bajito la canción de siempre ensimismada en las curvas de tus manos, oigo que pronuncias mi nombre pero yo me he quedado enredada en tus dedos preguntándome porqué tu no has vuelto a morderte las uñas. Entonces veo pequeñas heridas en tus nudillos y me pregunto si hace 9 horas y 32 minutos decidiste pelearte contra el río de torpezas, malentendidos, caricias y besos asesinos que llevamos surcando en un cascarón de nuez desde hace meses. Tu voz viene a responderme con un susurro aprovechando que los ojos, que ninguno de los dos consideramos cómplices, miran hacia otro lado “Siento lo de anoche” dices mientras me apuñalas lentamente el espejismo de tu tacto repleto de ortigas y me ofreces la cerveza cómo si fuera el cáliz con el que sellamos el fin de aquello por lo que nunca luchamos cómo se merecía. Y decido mentir, cobarde, mientras me tiemblan los latidos en las sienes, “Yo también lo siento”, yo también lo siento…
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