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¿Y a ti aún te cuentan cuentos?

 

La terraza de baldosas amarillas

He vuelto a morderme las uñas de pura impotencia contenida en pequeños vasos a flor de piel. O eso, o hubiera gritado a todos los vientos de esta ciudad sin aire, desde la azotea que me hubiese gustado llenar de azulejos amarillos para ver si me conducían a algún lugar que mereciese la pena. Quizás lejos de ti o quizás no. Ahora ambos estamos en esta terraza pero no hay baldosas amarillas y por tanto no hay camino entre nosotros. Más bien nos separa un abismo de lava congelada sin ni siquiera un puente de esos raquíticos que nos ayude a cruzar jugándonos la vida. Y yo sigo mordiéndome las uñas por no intentar morder uno a uno todos los centímetros de tu piel. Te miro intentando posicionarme lo más lejos posible de ti para que no me alcance el hechizo de tus pupilas y me encuentro de nuevo con el agujero negro de tus ojos que me absorbe poco a poco las ganas de ti. Me sonríes de esa forma tan tuya y aparto las ilusiones de tus labios para que no vuelvan, cual boomerang, a clavarse en mi nuca en cuanto te dé la espalda.

Miro el reloj y cuento las horas desde la última vez que noté tus labios en mi clavícula, 9 horas y unos 32 minutos. Amanecía y los dos sabíamos dónde acabarían por llevarnos nuestros pasos. Sabíamos también que aquello era un error, uno más a añadir en esa abultada lista de equivocaciones que ambos construimos con tanto empeño porque siempre preferimos la hiel a la miel. Y especialmente yo, sabía que aquello se convertiría en una piedra más con la que lapidarme en las noches en la que tu recuerdo y tu ausencia se convirtiese en una fina cuerda de seda, que me atase a la soledad de sentirme contigo sólo a ratos. Y seguiré convenciéndome y convenciéndote de que esta distancia etérea es lo mejor para los dos. Y me lo repetiré una y mil veces hasta que acabe creyéndomelo.

Mientras me canto bajito la canción de siempre ensimismada en las curvas de tus manos, oigo que pronuncias mi nombre pero yo me he quedado enredada en tus dedos preguntándome porqué tu no has vuelto a morderte las uñas. Entonces veo pequeñas heridas en tus nudillos y me pregunto si hace 9 horas y 32 minutos decidiste pelearte contra el río de torpezas, malentendidos, caricias y besos asesinos que llevamos surcando en un cascarón de nuez desde hace meses. Tu voz viene a responderme con un susurro aprovechando que los ojos, que ninguno de los dos consideramos cómplices, miran hacia otro lado “Siento lo de anoche” dices mientras me apuñalas lentamente el espejismo de tu tacto repleto de ortigas y me ofreces la cerveza cómo si fuera el cáliz con el que sellamos el fin de aquello por lo que nunca luchamos cómo se merecía. Y decido mentir, cobarde, mientras me tiemblan los latidos en las sienes, “Yo también lo siento”, yo también lo siento…
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