Dos besos en la mejilla
No esperaba que fuera hoy. Que nos volviéramos a encontrar esta noche de invierno mientras los gatos de nuestra calle hacen un concurso de aullidos de desaliento. Me había imaginado este momento de mil formas distintas, desde el estallido de fuegos artificiales, la música de fondo, los besos y las perdices dispuestas en bandeja para ser devoradas, hasta la mirada de acero, las mandíbulas tensas y el frío de los glaciares adueñándose de nuestras pestañas, doliendo tanto que necesitaba cerrar los ojos. Y hoy, en el mismo sitio de siempre, has vuelto de nuevo. Podría jurar que el mundo se ha parado un instante, he notado la frenada, y luego se ha acelerado para que no tuviésemos que atrasar los relojes mientras yo despegaba mis pupilas de tu sonrisa. Y que distinto ha sido todo, en este bar de siempre en el que enlazábamos miradas traicioneras fumándonos los minutos a solas, hoy no era capaz de levantar los ojos de tus rodillas, intentando adivinar entre los pliegues, si temblaban tanto como las mías. Dos besos en la mejilla, que agrio es besar en la mejilla a quien has besado tantas veces en la boca, a quien no quieres dejar de besar. Y que absurdo es dar dos besos, que buscan ser convencionales, a alguien mirando sus zapatos…
Y entonces vuelvo a escuchar tu voz y se me eriza tu ausencia desde los tobillos hasta la nuca y ésta me susurra al oído (que es al que tiene más cerca) que echa de menos que tus manos le dibujen las líneas de la vida, diciéndole siempre que aún le quedan muchos años de cobijo bajo mi pelo. Y con esta conversación entre mi nuca y mi oído no soy capaz de concentrarme en seguir subiendo la mirada para llegar, quien sabe si antes de que vuelvas a desaparecer, a tus ojos. Sólo soy capaz de responder, entre balbuceos, con un “todo bien” sabiendo que sabes que estoy mintiendo, porque un día llegaste a conocerme más que yo misma para luego poder olvidarlo todo cómo se hace con las lecciones que aprendes de memoria.
Me traiciona el atardecer en mis mejillas, los quiebros de mi voz y el rictus tenso de las mandíbulas y sé que lo sabes, en ese momento decido tirar mi dignidad por el desagüe que debe estar atascado de tantas veces que lo he hecho y no he conseguido tragar con la impotencia. Quiero que mi voz me obedezca y decirte que te he echado de menos, que te he soñado cada noche en un sueño repleto de pesadillas, que no he dejado de subir a la terraza de adoquines amarillos buscando escalones con los que tropezar y que nunca podré perdonarte. Aunque sepa que ya estás lejos de nuevo, y que esta vez puede que no vuelvas.
No soy capaz de seguirte, aunque se que debería, y me refugio entre cervezas conocidas y cafés ajenos sin saber si pedir el cianuro para mi o para la chica que te acompaña. Respiro y me concentro para dejar de hacerlo, quizás así consiga una salida airosa (y en camilla) de esta situación tan normal como absurda. Y justo cuando decido pedir tres cervezas y beber con vosotros, brindando porque seáis tan felices como lo fuimos tú y yo (aunque dudo que ella sea capaz de apreciar la generosidad de mi propuesta), noto el calambre en mi espalda. Mi piel reconoce el tacto de tus dedos antes siquiera de que pueda escuchar tu susurro, por un momento espero que vuelvan a recorrer el camino ascendente de mis vértebras y me estallan en los oídos mil recuerdos de noches cómplices que, estoy segura, vendrían a vengarse de nuestra ineptitud. Antes de que mis ojos se sumerjan entre corrientes, me giro y te doy todo lo que me pides con la sonrisa de aquella que se sabe vencida “dos cervezas para vosotros, ya invito yo” y al dártelas soy capaz de enfrentarme, sin escudos, durante tres segundos a tus ojos, dónde sólo acierto a ver la ausencia de los regalos que los Reyes se olvidaron de traernos.
Y brindamos, todos juntos de nuevo, por los buenos tiempos mientras yo me concentro a ver si logro implosionar y morir sin dejar ninguna mancha de sangre en tu sonrisa.
Y entonces vuelvo a escuchar tu voz y se me eriza tu ausencia desde los tobillos hasta la nuca y ésta me susurra al oído (que es al que tiene más cerca) que echa de menos que tus manos le dibujen las líneas de la vida, diciéndole siempre que aún le quedan muchos años de cobijo bajo mi pelo. Y con esta conversación entre mi nuca y mi oído no soy capaz de concentrarme en seguir subiendo la mirada para llegar, quien sabe si antes de que vuelvas a desaparecer, a tus ojos. Sólo soy capaz de responder, entre balbuceos, con un “todo bien” sabiendo que sabes que estoy mintiendo, porque un día llegaste a conocerme más que yo misma para luego poder olvidarlo todo cómo se hace con las lecciones que aprendes de memoria.
Me traiciona el atardecer en mis mejillas, los quiebros de mi voz y el rictus tenso de las mandíbulas y sé que lo sabes, en ese momento decido tirar mi dignidad por el desagüe que debe estar atascado de tantas veces que lo he hecho y no he conseguido tragar con la impotencia. Quiero que mi voz me obedezca y decirte que te he echado de menos, que te he soñado cada noche en un sueño repleto de pesadillas, que no he dejado de subir a la terraza de adoquines amarillos buscando escalones con los que tropezar y que nunca podré perdonarte. Aunque sepa que ya estás lejos de nuevo, y que esta vez puede que no vuelvas.
No soy capaz de seguirte, aunque se que debería, y me refugio entre cervezas conocidas y cafés ajenos sin saber si pedir el cianuro para mi o para la chica que te acompaña. Respiro y me concentro para dejar de hacerlo, quizás así consiga una salida airosa (y en camilla) de esta situación tan normal como absurda. Y justo cuando decido pedir tres cervezas y beber con vosotros, brindando porque seáis tan felices como lo fuimos tú y yo (aunque dudo que ella sea capaz de apreciar la generosidad de mi propuesta), noto el calambre en mi espalda. Mi piel reconoce el tacto de tus dedos antes siquiera de que pueda escuchar tu susurro, por un momento espero que vuelvan a recorrer el camino ascendente de mis vértebras y me estallan en los oídos mil recuerdos de noches cómplices que, estoy segura, vendrían a vengarse de nuestra ineptitud. Antes de que mis ojos se sumerjan entre corrientes, me giro y te doy todo lo que me pides con la sonrisa de aquella que se sabe vencida “dos cervezas para vosotros, ya invito yo” y al dártelas soy capaz de enfrentarme, sin escudos, durante tres segundos a tus ojos, dónde sólo acierto a ver la ausencia de los regalos que los Reyes se olvidaron de traernos.
Y brindamos, todos juntos de nuevo, por los buenos tiempos mientras yo me concentro a ver si logro implosionar y morir sin dejar ninguna mancha de sangre en tu sonrisa.
Me gusta, tiene ritmo y te engancha. Muy bonito, es triste aunque con un toque de rebeldia. Sigue poniendo entradas¡
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