Adioses diluídos
Me encantan los aeropuertos, es uno de esos territorios mermados en los que consigo ser tan pequeña que resulta casi indecente no buscar un asiento y mirar a las distintas personas mientras recreas, por la gracia de sus manos, una vida imaginada al compás de la música que se contonea en mis oídos. Unos minutos antes de que aterrizase en Barajas, contaba las telas de arañas luminiscentes que lo asediaban mientras en el cielo otros tantos aviones sobrevolaban encuentros pasajeros de primera clase. Y me preguntaba cómo, dándome miedo las alturas, podía gustarme tanto volar. Llovía y desde el aeropuerto subía una neblina que te calcaba la frialdad de sus caricias sólo con detener la mirada en ella.
Aún me queda una hora de espera para naufragar de nuevo, camino del lugar que hace no demasiado pude reclamar cómo mío, así que recurro a bandas sonoras de historias que siempre quise contar por no vivir y me siento ante la puerta de embarque, defendida por ejércitos de chocolate con almendras y francotiradores cobijados en regalices rojos. Cruzo mis pasos tocándome los tobillos para acomodarme viendo a la gente pasar. Un ejecutivo perfectamente trajeado, de pelo canoso y morenas arrugas encubriendo los ojos azules, se pasea con el ritmo propio de un vals bailado con una maleta de micky mouse plastificada, una futura arquitecto susurra a un móvil, lo que quise adivinar como el plan de algún golpe escolar para el asalto sin rehenes de un joven pintor incauto, un señor de unos 80 años le cuenta a una mujer, que imagino ciega, cómo los aviones rozan margaritas de asfalto convirtiéndose en colibríes al besar a la bruja del cuento y, al captar mi mirada, ladea brevemente la cabeza, sonriéndome con un guiño desde las pestañas. Le devuelvo la sonrisa mientras sigo oyéndole tejer palabras sin dedos entre las manos callosas de la mujer y con los labios aún contentos desvío los ojos hacia el frente para encontrarme con dos pupilas atentas que no esperaba. Podría haber sido el hombre de mi vida. Me juro a mi misma que si no le aguanto la mirada, esa misma noche me fustigaré con recuerdos de hielo para castigarme por mis continuas avalanchas, pero apenas una milésima de segundo después pierdo la partida pero no las ganas, notando cómo mis mejillas se confunden con las manos asesinas. En aquel momento anuncian el vuelo y al huir hacia el mostrador me encuentro con la espalda de un eclipse sin promesas cumplidas y se me afilan las terminaciones nerviosas cuando entro en el rastro de su presencia aunque pretenda vivir entre las líneas, ahora delatoras, de mi tarjeta de embarque: asiento 6C, asiento 6C, asiento 6C… una vez se convierte en sirena sin voz, me fijo en el mentón tenso y las tormentas sin truenos perfiladas entre los labios y vuelvo a encontrarme con los ojos de avellana en medio de su sonrisa y, esta vez, le devuelvo las traiciones a bocanadas de aire viciado hasta que llegamos a la puerta, “señor, asiento 14F por favor”.
Mientras despegamos puedo escuchar la voz de suave nacimiento contando a la mujer cómo a pesar de los adioses que se diluyen en las ventanillas dibujando formas imposibles, el aeropuerto está lleno de luces de artificios regalados por generales de solapas pacíficas. Cierro los ojos en lo que me parece el aleteo de uno de esos aviones y al abrirlos de nuevo noto el envite de la llegada cuando, casi con un rumor inaudible, llega a mi el sueño cumplido “Ahí está, Natalia, por fin podremos verla”
Aún me queda una hora de espera para naufragar de nuevo, camino del lugar que hace no demasiado pude reclamar cómo mío, así que recurro a bandas sonoras de historias que siempre quise contar por no vivir y me siento ante la puerta de embarque, defendida por ejércitos de chocolate con almendras y francotiradores cobijados en regalices rojos. Cruzo mis pasos tocándome los tobillos para acomodarme viendo a la gente pasar. Un ejecutivo perfectamente trajeado, de pelo canoso y morenas arrugas encubriendo los ojos azules, se pasea con el ritmo propio de un vals bailado con una maleta de micky mouse plastificada, una futura arquitecto susurra a un móvil, lo que quise adivinar como el plan de algún golpe escolar para el asalto sin rehenes de un joven pintor incauto, un señor de unos 80 años le cuenta a una mujer, que imagino ciega, cómo los aviones rozan margaritas de asfalto convirtiéndose en colibríes al besar a la bruja del cuento y, al captar mi mirada, ladea brevemente la cabeza, sonriéndome con un guiño desde las pestañas. Le devuelvo la sonrisa mientras sigo oyéndole tejer palabras sin dedos entre las manos callosas de la mujer y con los labios aún contentos desvío los ojos hacia el frente para encontrarme con dos pupilas atentas que no esperaba. Podría haber sido el hombre de mi vida. Me juro a mi misma que si no le aguanto la mirada, esa misma noche me fustigaré con recuerdos de hielo para castigarme por mis continuas avalanchas, pero apenas una milésima de segundo después pierdo la partida pero no las ganas, notando cómo mis mejillas se confunden con las manos asesinas. En aquel momento anuncian el vuelo y al huir hacia el mostrador me encuentro con la espalda de un eclipse sin promesas cumplidas y se me afilan las terminaciones nerviosas cuando entro en el rastro de su presencia aunque pretenda vivir entre las líneas, ahora delatoras, de mi tarjeta de embarque: asiento 6C, asiento 6C, asiento 6C… una vez se convierte en sirena sin voz, me fijo en el mentón tenso y las tormentas sin truenos perfiladas entre los labios y vuelvo a encontrarme con los ojos de avellana en medio de su sonrisa y, esta vez, le devuelvo las traiciones a bocanadas de aire viciado hasta que llegamos a la puerta, “señor, asiento 14F por favor”.
Mientras despegamos puedo escuchar la voz de suave nacimiento contando a la mujer cómo a pesar de los adioses que se diluyen en las ventanillas dibujando formas imposibles, el aeropuerto está lleno de luces de artificios regalados por generales de solapas pacíficas. Cierro los ojos en lo que me parece el aleteo de uno de esos aviones y al abrirlos de nuevo noto el envite de la llegada cuando, casi con un rumor inaudible, llega a mi el sueño cumplido “Ahí está, Natalia, por fin podremos verla”
Lo leí ayer a la noche (vaya horas para publicarlo) y encontré algún fallo ;) pero hoy veo que los has corregido. He estado a punto de sorprenderme de que te gustase Barajas pero, qué se puede esperar de alguien a quien le encanta el metro de Madrid? ;)
Te veo mañana, prometo zumo de plátano si me ofreces la próxima entrada en exclusiva ;)
Jejeje ayer no estaba especialmente lúcida... y tanto Barajas cómo el metro de Madrid son "lugares a tener en cuenta", sientate, mira las caras de alrededor y luego me cuentas.
Mañana temprano, por la noche tengo concierto y existen mejores sobornos que un zumo de plátano...aunque no están a tu alcance :P
Tocado y hundido ;) aunque no está bien eso de usar mi pierna rota para hacer chistes fáciles. Aún así te has ganado el zumo. Conciertos, ya no recuerdo lo que era eso, aunque te envidiaré más cuando estés en el de Sabina, otro al que le encanta Madrid pero Barajas y el metro tienen demasiada gente corriendo por metro cuadrado para mi.
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