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¿Y a ti aún te cuentan cuentos?

 

B-a-s-t-a

5 abr 2009

Un día dijo BASTA YA. Así en mayúscula, intentando que cada letra le recorriera el torrente sanguíneo aunque se le atascase en las intersecciones, en cada órgano vital agazapado. Se acabó. Se acabó y se decidió a vomitar en cada verso cada mínima katiuska de amargura que le acampaba ilegalmente en la boca del estómago, puede que no fuese justo, puede incluso que no estuviese bien pero tenía los nudillos llenos de gestos adecuados.

Así que se dedicó a cerrar todas las comunicaciones neuronales que siempre la obligaban a perder el partido en casa. Se miró en el reflejo que le proporcionaban sus propias manos y decidió que había llegado el momento de cortar todos aquellos árboles que en su cabeza sólo servían para darle sombra. Ella, que siempre funcionaba con energía solar y con espejos deformados por sus ojos miopes, se había cansado de sí misma, de sus excusas estúpidas y de su poca fe. De la seguridad absoluta de su fracaso anticipado en un concurso con muy diferentes medidas. Es la consecuencia exacta de mirar de rodillas, todo(s) te parecen demasiado grandes. Se agotó de pensar en las plumas, los espejos, los años y las medallas. Se hastió de las gráficas en su cabeza, carentes de raciocinio, cuando todos los caminos siempre la dejaban demasiado lejos de la capital del mundo, de cualquier capital de cualquier mundo, en el territorio inhóspito creado de su propio vacío.

Hace tiempo ya que se le acabaron las metáforas ingeniosas, las frases eternas circunvalando una sola idea. Quizás sea el paso de los años, las heridas y los telediarios. La distancia. Hasta se le acabó el jugar con la tercera persona del plural. Y dije basta.

Entonces

1 abr 2009

Me gustaba cuando me leías por encima del hombro y no tenía que contarte las cosas dejandote papelitos amarillos en los nudillos. Para que los notases al llamar a la puerta y no te olvidases de comprar el pan ni siquiera los domingos. Y me gustaba sentarme al borde de la cama y ponerme de puntillas en el mundo, sin perder el equilibrio hasta que cerraba los ojos e imaginaba una circunvalación atestada, entonces siempre caía hacia el mismo lado y a veces lloraba bajito. Entonces era cuando las ventanas encajaban y el viento no roía las persianas. Y siempre nos sobraba el papel sobre la mesa.

 
   

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